La obra como contenido del obrar

Por Herman Nohl*

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                El ideal de fuerza no pregunta por la causa a cuyo servicio se pone la fuerza. Pero ya es tiempo de comprender que ello no pasa de ser una abstracción con respecto al conjunto de la vida; que en la realidad no existe ninguna actividad sin contenido, ningún obrar sin obra, ninguna fuerza sin rendimiento. Sólo en la unidad de ambos la vida se realiza plenamente. Abstracción semejante fue también la separación de actividad y placer, y la volveremos a encontrar una vez más en un nivel mucho más alto de la existencia moral: cuando Kant sólo toma en cuenta la forma que tiene el obrar por deber, prescindiendo de su contenido, se trata igualmente de una abstracción con respecto al conjunto de la vida, abstracción que priva a la vida activa del sentido que le es propio y peculiar. En nuestro caso ello es todavía más claro. Preguntamos, pues, ahora, cuál es el contenido del obrar. Ya nos hemos negado a aceptar como un fin al goce. Pero, ¿cuál es entonces el sentido de todo ese trabajo de la historia universal, de ese obrar en común de sus grandes hombres y las sinceras fatigas de los pequeños? Un artista –Miguel Ángel o Van Gogh– trabaja como sujeto al yugo: ¿qué es lo que impulsa a esos hombres? Copérnico vive durante diecisiete años sumido en sus cálculos, Keplero durante treinta y cuatro, Zeppelin se esfuerza la mitad de su vida por resolver un problema técnico. ¿Qué es lo que hace soportar a esos hombres inenarrables fatigas, la soledad, las decepciones, la renuncia? Cuando Fausto se afana en su nuevo dominio, cuando un estadista como Bismarck hace esfuerzos heroicos, ¿sólo los mueve la conciencia que tienen de su deber? Spitteler en sus Prometheus, muestra, para el caso del artista, que todo ello no tiene nada que ver con la conciencia –en el sentido de la conciencia del deber– ni, por otra parte, con el goce, y que la fidelidad que guarda a su severa ama, le causa sufrimientos sin par. ¿Qué actúa aquí, si hacemos abstracción del aspecto formal del asunto, de esa elevación del sentimiento que se debe a la actividad en sí? En última instancia solamente el contenido mismo de este obrar y, por lo tanto, un valor objetivo que es realizado.

¿Qué significa esto: un valor objetivo? Ya he hablado una vez de que nuestras impresiones gustativas no sólo contienen el reflejo subjetivo del goce de una impresión, sino que además siempre está presente en ellas un contenido. Al beber vino –decíamos– hay que distinguir entre el gusto subjetivo y la calidad del vino, de la que también me doy cuenta al catarlo. Siento el sabor de sus componentes, la riqueza que encierra, lo dulce que es y lo áspero, y la armoniosa conjunción de ambos que es lo que produce un buen sabor. Al probar varias clases de vino puedo penetrar cada vez más en su contenido, puedo sensibilizarme, afirmar mi sensibilidad para la tarea. Entonces averiguo, mediante su sabor, el valor objetivo del vino, su calidad: un vino es mejor que el otro. En nuestro obrar se trata de algo análogo, aunque más profundo. Por encima del estrato impulsivo, en donde se realiza nuestra vida física y que absorbe a la mayoría de los hombres, en un grado tal que raya en el tormento, se elevan las actividades superiores de las direcciones fundamentales de nuestro espíritu. Éstas están orientadas hacia un contenido, que como valor está presente en nuestro sentimiento. Tal contenido es, por ejemplo, el conocimiento de la realidad, es su plasmación de la belleza, es la organización jurídica de un pueblo, son todos los ideales en las grandes conexiones finalistas en que se lleva a cabo la faena histórica. Y es decisivo que cuando estoy obrando, ya no pienso en mí ni en mi goce del valor, sino que estoy entregado a la causa, al contenido que llamo mi fin al aplicar mi voluntad a su realización. Hegel lo ha expresado en esta forma: “El que se ocupa en grandes obras e intereses, sólo aspira a hacer triunfar la cosa en sí. Su atención está dirigida hacia lo sustancial, no se acuerda de sí, por la cosa se olvida de sí mismo.” Claro que para ello es preciso que mi sentimiento tenga siempre presente, más o menos conscientemente, el valor del contenido al que va dirigida mi actividad, y que la conciencia de este valor se me traduzca en reflejos subjetivos, como lo son el entusiasmo y ese dilatarse del alma que experimenta toda persona entregada a una gran causa y del que procede la energía para esfuerzos incesantemente renovados. Así, “el hombre va creciendo con su meta.” Sólo sumergiéndome cada vez más profundamente en la cosa, consagrándome a mi obra por ella misma, por su propia belleza y grandiosidad, su valor se me revela en sentimientos cada vez más ricos e inagotables.  Un gran pensador chino dice: ¿Por qué pueden ellos dar la vida eterna? Porque no se viven a sí mismo. Así es el elegido: deja atrás a su yo y su yo se le adelanta.” Los cuadros del artista están colgados en las paredes, silenciosos en su propia belleza, aunque todavía nadie los entiende. Ésta fue la gran fe de Anselm Feuerbach. Es cierto que tuvo la más alta opinión del valor de su yo, de ese yo que sabía expresado en sus cuadros como eterna encarnación de su espíritu; pero semejante fe en sí mismo descansaba por entero en su saber del valor objetivo de su arte y de la belleza en general. En este sentido hablaron Pestalozzi y Herbart de los intereses superiores que se caracterizan precisamente por no implicar egoísmo.

Pero sabiendo que no es mi propio yo o su satisfacción lo que he buscado en la obra, sino algo de carácter objetivo, sé también que el valor de ésta es suprapersonal y universalmente válido. La verdad que busco no es sólo la verdad mía, sino que es un fin cuyo reconocimiento pido a todos los demás, valiéndome de su ayuda para alcanzarlo; un fin de acuerdo con el cual puedo construir mi vida –sus hombres y sus cosas– sobre bases axiológicas. En esto reside la grandiosa unilateralidad de los grandes hombres: supeditan todo a un solo fin, menospreciando otros valores; pero en este único fin captan toda la realidad axiológica.

Lo que distingue a los fines axiológicos de nuestras actividades superiores, de los fines de corto aliento que persigue la vida impulsiva, es su idealidad situada en el infinito. Ya el impulso –como hemos visto– es superior al goce, por no ser atomístico, por tejer la urdimbre coherente de la vida. Pero, sin embargo, funciona sólo en la sucesión, siempre idéntica, de tensión y realización; la realización sólo lo satisface por un momento y la nueva tensión es siempre la misma, no progresa. Por esto la historia, vista desde la vida impulsiva, es “nacimiento y tumba, un mar eterno”. Por esto es natural que Schopenhauer, quien vio en la historia exclusivamente la pugna de la voluntad de vivir, no haya podido encontrar en ella sino vicisitudes desprovistas de sentido. Los pueblos en que sólo actúa la vida impulsiva, permanecen sin historicidad; sólo los fines superiores que marcan la meta ideal introducen en ellos un proceso evolutivo, un devenir.

Pero como tales metas ideales no se hallan fuera de nuestro trabajo como su resultado último, sino que se van realizando en cada uno de nuestros esfuerzos, no se trata de un trabajo subjetivo como un lejano resultado objetivo que obtendría al final de aquél y lo justificaría a posteriori; es el ideal del esfuerzo y de la obra lo que da forma a ese mismo trabjo subjetivo y siempre se halla presente en él. Por esto Lessing pudo decir:

Si Dios tuviera en una mano la verdad y en la otra el esfuerzo por conseguirla, le rogaría: Señor, dame el esfuerzo, pues la verdad como resultado es sólo para ti.

Ésta fue también la concepción que Platón tuvo del filósofo, que no posee la verdad, pero aspira a ella. Orientando toda mi aspiración hacia la verdad, ya estoy dentro de ella, vivo en ella y ella en mí. La verdad y el conocimiento no son cosas divorciadas entre sí, ni lo son el acto y su contenido, la función y el resultado, la historia y su fin. La historia es su propio fin, su sentido no se halla al final de ella sino en su devenir. Es cierto que podemos hablar de una verdad en sí, de una belleza en sí, independientemente de si son comprendidas o no. Pero la verdad sólo empieza a vivir en el momento en que se apodera de un hombre. La piedra tallada sólo vuelve a ser belleza viva en el alma que la capta, a la que subyuga. Todos los ideales son “reales en las direcciones de la aspiración, en los hábitos mentales, en el orden del ánimo”.

2

Pero entonces volvemos a preguntar cuál es la índole de la exigencia establecida por un ideal objetivo al pedirnos que nos entreguemos a él. ¿De qué clase es el deber ser que obligó a Copérnico a ponerse al servicio de la verdad o el que elevó hasta el heroísmo la pasión artística de Van Gohg?  Una tarea, oscuramente intuida o captada con toda claridad, se yergue delante del hombre creador, absorbe todas sus fuerzas, hasta el último de sus sueños e incluso su subconsciente y le impone a todo dirección y estructura, incluso a sus pasiones. Esto es lo que Hegel llamó “el ardid de la razón”.

No es un saber de algo comprobable, no es un buscar y hallar intencional, y muchas veces es más afín a la simpleza que a la inteligencia: Saúl, hijo de Cis, fue a buscar un asna.

Es “la percepción de un absoluto y la simple entrega a él”. Desde este momento nuestras energías tienen una dirección, nuestro obrar adopta determinada forma todavía imprecisa, hasta para nosotros; la sentimos como una leve obligación, sin poder apreciar todavía ni su efecto, ni sus relaciones. La misma meta sólo la vislumbramos apenas, como a través de una niebla. Pero la dirección que hemos seguido por instinto, realiza creadoramente una nueva realidad axiológica, hace progresar la historia, abre nuevas puertas. Y ese valor, oscuramente presentido, es ahora el alma viva de nuestra existencia toda, hace que todo dependa de él –el comer y el beber, el sueño y el goce– y nos prescribe nuestros amigos y enemigos. Cuanto más claramente se manifiesta la obra en el progreso del trabajo, tanto más fuerte y más clara se vuelve también la exigencia que impone a nuestra voluntad: la hiende y convierte en dualidad, en la que una mitad manda y la otra obedece, y sujeta nuestra vida  a sistemas de afirmación y negación: rechazamos lo que no tiene relación con nuestra voluntad, lo que no le ayuda o lo que la estorba; al servicio del trabajo que nos ha sido impuesto y en el que vivimos, nos volvemos severos e implacables para con nosotros mismos y para con los demás. Fichte describe esto así:

Es el verdadero sabio, la idea ha adquirido una existencia sensible, que destruye del todo su vida personal y la ha absorbido por completo. No es que ame a la idea ante todo; no ama nada además de ella, sino solamente a ella. Ella sola es la fuente de todas sus alegrías y goces, ella sola el principio propulsor de todos sus pensamientos, aspiraciones y actos; exclusivamente por ella le gusta vivir y sin ella la vida le pareciera insípida y odiosa.

Hegel es quien ha descrito en la forma más grandiosa tal absorción del hombre por la idea, del individuo por el futuro histórico. ¿Es posible hablar frente a esto de virtud o de vicio? Seguro que no, pero sí de exigencia, de obligación interna y también de pasión. Christoph Schrempf es uno de los que en nuestra época han expresado más bellamente semejante relación entre la obra y el obrar, relación que no es un deber ser y, sin embargo, es una exigencia (Obras Completas, tomo VIII, Stuttgart, 1933, p. 231).

Lo que eleva al hombre a un nuevo nivel vital constituye siempre un nuevo factor de la vida. Que un deber ser inspire respeto, es un factor nuevo, que alza al hombre por encima de la vida impulsiva; otro, que lo emancipa del dictado del deber ser, es que se olvide de sí mismo por una obra que pide ser creada por él. Con esto aparece una nueva situación vital, a la que corresponde una nueva forma de vida.
Cómo surge la idea de la obra que pide ser creada por mí, no es posible explicarlo, lo mismo que no es posible explicar  por qué determinado deber ser me inspira respeto y con esto se convierte para mí en un “debes” y un “debo”, y cómo tampoco se puede explicar por qué nace en mí un apetito que exige su satisfacción.  Éstos son hechos primordiales de la vida, ante los que sólo cabe hacernos cargo de su peculiaridad.
La obra, pues, se me presenta, no es ideada por mí. Y cuando se me presenta, quiere ser creada por mí, de suerte que no es algo que quiera yo. Pero el que quiera ser creada por mí, me parece por completo natural, tan natural que sólo me queda pensar cómo hacerlo. Y a tal extremo me olvido de mí mismo por la obra, que en ello está excluida toda consideración de mi propia persona.
Con esto se excluye también la idea de que por respeto a mí mismo estuviera obligado a emprender la obra. Pues el que la obra quiera ser creada por mí, no llega a mi conciencia como un deber ser que inspire respeto, sino más bien como mi propio querer; sólo que ahí no se trata de una voluntad que tenga yo, sino de una voluntad que me tiene a mí. La pregunta de si debo, sólo puede surgir al oscurecerse la idea de la obra; y no se contesta con el conocimiento de que sí debo, sino que la idea de la obra, cuando recobra su prístina claridad, hace que vuelva a desaparecer.
Aunque la obra es mi voluntad (que es la voluntad mía en cuanto me tiene a mí) no es mi deseo. Puesto que mi pensar está absorbida por ella, no es posible que la cree para mí o que espere de ella ventajas. Pues por la obra me olvido de mí mismo. Es cierto que puedo olvidarme también en la pasión. Pero el olvidarme en la pasión y el olvidarme por la obra son estados de ánimo de naturaleza esencialmente distinta, que no pueden confundirse. Mientras que aquél sólo ocurre en el colmo de la excitación, éste sólo acaece en la más profunda paz del alma. Mientras que allá estoy como embriagado, aquí está elevada al grado máximo la claridad de mi pensamiento. Al retornar a mí mismo de la embriaguez pasional, siento enfado y vergüenza de que haya podido olvidarme a tal grado; cuando vuelvo a mí mismo después de haberme perdido por la obra, me alegro de haberme perdido.

Esa magna pasión es el ethos fundamental de todos los hombres creadores, y entrar en relación con ella, pertenecer al grupo de los hombres activos, cooperar en la obra, es orgullo y honra también para el hombre pequeño. En ello reside la elevación y el sentimiento de dicha propios del funcionario subalterno.

Finalmente, una última referencia a la singular relación que guardamos en este terreno con el porvenir y con el pasado. El ideal objetivo, la idea como tarea, siempre viene a nosotros desde el futuro; por esto al principio carece de claridad y se vuelve cada vez más distinto cuanto más se va infiltrando en nuestro presente. Por otra parte, cada tarea que vemos venir a nuestro encuentro, se basa en el pasado y en la tradición en que entramos en nuestra calidad de nueva generación. No estoy buscando la verdad, sino una verdad, a la que toca ahora el turno en el progresar de la ciencia. No fundo un Estado, sino nuestro Estado. Y lo fundo desde mil condiciones, cuya raíz hay que buscar en el pasado. Ésta es la forma histórica de los valores objetivos. No son atemporales, como nos parecen, sino que contribuyen la solución de una tarea histórica, que siempre tiene premisas independientes de la época. Y es así como nos encontramos entretejidos en comunidades y nexos culturales-objetivos.

3

                De lo dicho hasta ahora se desprende claramente que no existe ninguna estructura de los contenidos superiores. No es posible establecer un sistema de esos valores objetivos que determine su jerarquía axiológica o derive de ellos una organización atemporal de esa vida superior, tal como lo intenta la filosofía trascendental o, en modo distinto, la escuela católico-aristotélica (Scheler, etc.). Esos valores objetivos los encontramos, en nosotros, en forma de disposiciones y tendencias y, en la cultura, en forma de estructuras históricas totales, que muestran lo que hay de vida superior en el hombre.  Y precisamente porque estas tendencias hacen posible la construcción de semejante vida colectiva superindividual, demuestran su contenido objetivo; sólo por esto mi prójimo comprende mi crear, sólo por esto mi trabajo puede engranar con el suyo, sólo por esto podemos fundirnos en algo común objetivo.

Mientras que por un lado se exige así la realización de una comunidad, aunque sólo se trate de la comunidad de comprensión (debo comprender el valor de la obra), por otro, esta comunidad no deja nunca de ser gracia y don, otorgados por la educación o la inspiración: es necesario que la obra y su valor se me revelen. Libertad y destino se hallan aquí indisolublemente entrelazados: éste es el profundo tormento del hombre, sobre todo del hombre creador. Aquí está el límite de este principio. Pero hay otro límite más.

Sería inconcebible que toda comunidad entre los hombres descansara únicamente en el fundamento de tales fines comunes extrapersonales, de tales realizaciones objetivas. En realidad, existen amplias zonas de la convivencia humana que no son determinadas por éstas en absoluto, sino que estriban en relaciones personales. Donde imperan las relaciones objetivas, el hombre, en el fondo, está solo. Ésta es la soledad del joven hombre de ciencia en la universidad. Si no existiera otro vínculo entre los hombres, el mundo nos parecería una máquina en la que cada rueda, consciente de su propio fin, engrana con la otra, para producir el resultado del fin total. Tampoco sería  suficiente la vinculación con la comunidad objetiva para establecer la relación con el modelo, de la que hemos hablado en el párrafo anterior. W. von Humboldt escribió alguna vez a Forster:

La máxima según la cual no hay nada en el mundo tan importante como la fuerza suprema y la educación polifacética del individuo y esta otra que, por lo tanto, considera como primera ley de la verdadera moral: edúcate a ti mismo, y sólo como segunda: actúa sobre los demás con lo que tú mismo eres, estas máximas son demasiado mías para que pudiera jamás olvidarlas.

Pero la pura aceptación del modelo no es amor y se logra a veces mejor a través de libros que en el contacto con la realidad. El argumento más claro en contra de semejante concepción axiológica está contenido en el pasaje donde San Pablo habla de la caridad (San Pablo, 1º a los Corintos, 13, 1-2).

Si yo hablase lenguas humanas y angélicas, y no tengo caridad, vengo a ser como metal que resuena, o címbalo que retiñe. Y si tuviese profecía, y entendiese todos los misterios y toda ciencia; y si tuviese toda la fe, de tal manera que traspasase los montes, y no tenga caridad, nada soy.

*Herman Nohl (1947), INTRODUCCIÓN A LA ÉTICA. Las experiencias éticas fundamentales, trad. por Mariana Frenk en Breviarios del FCE núm. 70, tercera ed., 1967, pp. 73-83.

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